Todo perro tiene su día

 

Desperté, como cada noche, a las cuatro de la mañana. Guiado por la tibia claridad del reflejo de la luna me levantaba y bebía un sorbo de agua. Después salía al porche inspiraba el aire de la noche. Mi cuerpo se llenaba de tranquilidad y volvía a acostarme. Pero aquella vez fue distinto: tras levantarme a beber, oí un escalofriante chirrido. En ese momento sentí una extraña inquietud y salí al porche. Allí vi un hombre caminar cerca de la verja de la entrada. Me acerqué para ver si le ocurría algo, pues era el anciano que vivía en la casa contigua:

—¿Todo bien, señor? —Pregunté un tanto aturdido—Uhm sí, sí no se preocupe—contestó el viejo arrastrando una bolsa de basura que parecía muy pesada. 

Insistí: —¿seguro que no necesita ayuda? —contestó moviendo la cabeza con un gesto que indicaba el pedregoso camino y lo seguí.

Nos adentramos en un matorral oscuro. Una vez llegamos a una zona que el hombre parecía conocer bien, sacó dos palas de un arbusto, me dio una de ellas y se puso a cavar. Yo lo imité sin atreverme a decir nada. Cuando por fin hicimos un buen pozo, el anciano indicó el bulto para que entre ambos lo cogiésemos y tirásemos al hoyo.

Completamos la operación, el hombre se sacudió las manos y empezó a fumar un cigarrillo con aire de satisfacción. Me ofreció otro a modo de cortesía y acepté, por lo que aprovechó el fuego del suyo para encender el mío y el humo empezó a meterse en mis pulmones, como una culpa que nunca más va a abandonarte. Caminamos de regreso a casa sin hablar.

Al llegar a la entrada de nuestras viviendas colindantes, me miró de forma cómplice durante unos incómodos segundos y dijo: “Todo perro tiene su día, amigo, no lo olvides”, luego exhaló una gran nube de humo, apagó el cigarro y entró en su casa. Yo me quedé acabando el pitillo mientras veía amanecer.

Esa misma noche intenté dormir, pero fue inútil. A las cuatro de la mañana bebí un sorbo de agua, forzándome a seguir mis absurdas rutinas. Después fui al porche y pensé en el vecino. Mi cuerpo se llenó de un nerviosismo tremendo, acompañado de temblores y un sudor frío lleno de culpa. Corrí hacia los oscuros matorrales y llegué al extraño paraje de la noche anterior. Sabedor, como ya era, de dónde estaban escondidas las palas, empecé a cavar y a cavar hasta sentir un fuerte golpe en la cabeza. Todo perro tiene su día, amigos. Aquel fue el mío.

Autoría: Diego García Solís

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